
Un apagón de gran escala ha dejado sin electricidad, en distintos grados, a Argentina, Uruguay, Brasil y Chile. Aunque las causas exactas aún no se conocen, todo indica que podría tratarse de una consecuencia directa del deterioro progresivo de una red de transmisión eléctrica compleja, descentralizada y envejecida. Mientras tanto, al otro lado del planeta, el estrecho de Ormuz —por donde transita cerca del 30% del petróleo mundial— se ha convertido en un polvorín geopolítico, con Estados Unidos en un extremo y la república islámica de Irán en el otro. No lejos de allí, en el Reino Unido, Boris Johnson —una especie de Trump con lecturas clásicas— se perfila como nuevo líder del Partido Conservador y, con ello, como el próximo primer ministro encargado de ejecutar un Brexit sin acuerdo.
Todos estos episodios podrían parecer anecdóticos si no estuvieran apuntando, en conjunto, hacia un mismo horizonte: el de una civilización industrial que, tras décadas de expansión y promesas de progreso ilimitado, comienza a mostrar síntomas de fatiga estructural. La energía, la política, la infraestructura, el liderazgo... todo parece al borde de una crisis sistémica. Quizá sea buen momento para volver a considerar la teoría de Olduvai, que postula el colapso inevitable de las sociedades industrializadas como consecuencia de su dependencia energética y de la progresiva disminución de los recursos fósiles.
Frente a este telón de fondo inquietante, sorprende la superficialidad del debate político y mediático en España. Al leer la prensa nacional de las últimas semanas —o incluso de los últimos meses— se diría que nuestra única preocupación real consiste en determinar si Vox participará o no en tal o cual gobierno municipal, o si Sánchez logrará pactar con Ciudadanos, Bildu o los partidos independentistas catalanes. Como si todo el destino de una sociedad se redujera a la aritmética parlamentaria o a la moralidad de los pactos.
No se trata de minimizar la relevancia del debate político interno, sino de señalar su desconexión alarmante con los grandes desafíos del presente. Mientras se multiplica el ruido sobre alianzas tácticas y vetos cruzados, el mundo exterior cruje. Y no solo en términos energéticos o diplomáticos, sino también ecológicos, demográficos, tecnológicos y económicos.
Hay un desfase evidente entre la escala de los problemas y la escala de nuestras conversaciones públicas. No es solo una cuestión de prioridades, sino de perspectiva. Deberíamos preguntarnos si el narcisismo informativo al que nos hemos acostumbrado no es, en el fondo, una forma de evasión. Un modo de no mirar hacia la tormenta que se avecina.