martes, 12 de mayo de 2015

El verdadero espíritu democrático, revisitado.

Estamos a poco menos de dos semanas de las elecciones municipales y regionales (o autonómicas, que viene a ser lo mismo) y lo que más se oye e incluso se lee, es a gente que se lamenta de que en tal o cual municipio o región vaya a salir elegido, de nuevo, tal o cual partido o candidato a pesar de las abrumadoras evidencias en su contra y de la más que cuestionable ética y nula estética de su comportamiento. A mí estos lamentos me hacen cierta gracia, porque suelen venir acompañados de protestas en favor de la democracia como remedio a todos los males que nos aquejan. Más democracia, suelen decir y algunos suelen clamar también por más política, más Europa o más de cualquier otra cosa que parezca tener virtudes terapéuticas. Pues bien, la democracia consiste, precisamente, en respetar escrupulosamente, la voluntad popular en la forma en que se manifiesta en lo que llamamos elecciones, cosa que, muchas veces, parece que hagamos más por imperativo legal y por falta de recursos para hacer lo contrario que por verdadera convicción democrática. Y si no nos gusta la alcaldesa de Valencia, por ejemplo, o la candidata, frustrada, por ahora, a presidir Andalucía o estamos hartos de ver siempre las mismas caras aquí y allá, pues estaremos equivocados porque resulta que eso y no otra cosa, es lo que quiere la mayoría. Y punto.

Y la política, que no tiene mucho que ver con la democracia, ni tampoco con los más desfavorecidos, uno de los mantras de moda o con lo que realmente necesitan los españoles, que es algo que todos los políticos creen saber, consiste en resolver el problema, irrelevante en la situación actual del ecosistema terrestre pero, para los afectados, capital, de cuál de los distintos partidos en liza va a disfrutar de los privilegios del poder durante los próximos años y de tal manera que parezca que eso lo decidimos entre todos, votando. Ese y no otro es el objetivo de las elecciones en las que, en realidad, hacemos poco más que ratificar lo ya elegido por las cúpulas de los distintos partidos. Cada cuatro años, más o menos, somos llamados a lo que los más cursis llaman la fiesta de la democracia e invitados a escoger, de entre unas cuantas, una papeleta con un conjunto inalterable de nombres y depositarla en una urna. Nombres entre los que, de acuerdo con un algoritmo previamente pactado, se repartirán los puestos disponibles. Hecho esto, poner la papeleta en la urna, nuestra participación, que será convenientemente destacada como muestra inequívoca de espíritu democrático, habrá dejado de ser necesaria y desde luego, conveniente. Podremos, eso sí, jalear o criticar al poder en tertulias debidamente controladas y en tabernas, lo que tendrá el efecto de reducir la presión cuando esta devenga excesiva, pero sin pretender nada más y mucho menos ningún tipo de participación ulterior, en las decisiones que hayan de tomarse por nuestro bien.

El poder será ejercido, en nuestro nombre, por supuesto, por los elegidos que dispondrán, durante años si lo hacen con la debida discreción y procurando no meter mucho la pata ni llamar excesivamente la atención, de los recursos comunes en su propio beneficio y en el de los que ellos consideren conveniente. Eventualmente, algunos se pasarán de la raya y tratarán de acaparar más de lo que un entorno de recursos limitados y las tragaderas del común permiten. Como consecuencia el sistema entrará en crisis de cuando en cuando y la gente se sorprenderá, o fingirá que se sorprende, al descubrir sus perversiones, el sistema, a su vez, aparentará estar compungido y arrepentido, se purgará, pero poco, de los más notorios descarriados y todo volverá, al cabo de poco tiempo, a ser lo que era. Y así hasta que la burra ya no dé suficiente leche y haya que resolver las cosas de otra manera. Pero, como no dejarán de recordarnos en otra de esas impagables frases hechas, la democracia es el peor de los sistemas, descartados todos los demás. Chúpate esa.