jueves, 12 de junio de 2014

La teoría del todo

Newton dijo algo así como que se sentía como un chiquillo que iba recogiendo por la playa alguna concha de conocimiento mientras tenía ante sí el océano de todo lo que desconocía. El hombre común, cosa que Newton no era, no suele ser consciente de su ignorancia pero aún así es raro que quien mira al cielo en una noche estrellada no se pregunte por el origen y el destino de lo que está viendo. Por eso hemos construido teorías y modelos y hemos ideado explicaciones para intentar comprender el mundo que nos rodea y predecir su evolución futura. Por ahora las grandes cuestiones siguen siendo un misterio y hoy quiero elucubrar un poco acerca de algunas de esas cuestiones, no de fenómenos cotidianos que puedan explicarse con ayuda de las leyes de la mecánica clásica y algunas simplificaciones no excesivamente gravosas para el necesario rigor científico, ni tampoco de física recreativa sino de otros fenómenos situados en la frontera y más allá de lo que podemos explicar. Cosas sobre las que podemos especular sin temor, al menos a corto plazo, de que la evidencia experimental vaya a contradecirnos. Es hablar, casi, de ciencia ficción.

La física, como la religión y la política, tiene su catecismo, formado por lo que, en cada momento, representa la ortodoxia dominante y a cuyos preceptos hay que acomodarse si uno quiere hacer carrera en los grandes centros de investigación del mundo occidental. En las fronteras de la ciencia esta ortodoxia es especialmente importante y es donde es más fácil confundir ciencia con conciencia, certezas con hipótesis y realidades con cuentos chinos cosas estas que ya no nos ocurren al intentar explicar nuestro entorno inmediato y la mayor parte de las cosas que podemos apreciar en nuestra vida cotidiana, al menos si nos comparamos con nuestros antepasados remotos y no tan remotos.

Los acontecimientos que observamos parecen responder a una cierta lógica y estar dotados de una, yo diría que maravillosa, simplicidad. La Tierra no es ya el centro del universo, como se creía antes de Copérnico o Galileo, y las órbitas de los planetas, en torno al Sol, no son circunferencias sino elipses pero sin embargo gran parte de lo que ocurre por encima de nuestras cabezas parece responder a leyes simples y comprensibles para la mayoría. Hace tiempo ya que dejamos de creer en que las cosas caen por su propio peso y admitimos que hay una ley que, sin explicar el origen de la fuerza que atrae unos cuerpos contra otros, permite al menos cuantificarla en función de las masas de esos cuerpos y de la distancia que las separa. A escalas atómicas y subatómicas, sin embargo, actúan otras fuerzas muchos millones de veces más potentes que la gravedad, que hacen que el impresionante orden que parece gobernar el universo a escala planetaria y estelar se convierta en un auténtico caos gobernado por la mecánica cuántica y por el principio de incertidumbre de Heisenberg según el cual no es posible conocer, simultáneamente, la velocidad y posición de una partícula. Einstein, que fue un hombre de impresionante creatividad en sus primeros años, pasó los treinta últimos años de su vida embarcado en la, hasta ahora infructuosa, búsqueda de una teoría que unificara todas las fuerzas conocidas y abarcara y explicara simultáneamente el movimiento de las estrellas y el comportamiento de los electrones y los quarks que informan los protones y los neutrones del núcleo atómico. Una teoría, en definitiva, que englobara su teoría de la relatividad, que explicaba razonablemente el comportamiento de las estrellas, y la mecánica cuántica, que explica hasta cierto punto el comportamiento de las partículas subatómicas.

Es posible que esa teoría, que lo explica todo, exista y es posible, incluso, que estemos preparados para comprenderla. También es posible que no. Un computador puede hacer ciertas cosas y no puede hacer otras. El cerebro humano es un computador, aunque no trabaja con algoritmos sino con patrones,  y hay cosas que, ni su actual cableado ni su experiencia le permiten y entender y  las leyes que rigen el universo están, probablemente, entre ellas. Por el momento parece que si alguien quiere hacer una carrera académica respetable en este terreno debe abrazar,  con suficiente entusiasmo, una teoría, relativamente nueva, conocida como teoría de las cuerdas según la cual, y simplificando mucho, el componente primigenio de la materia no son los quarks, que como se sabe, o se supone, son los componentes de los protones y los neutrones que conforman el núcleo atómico, y los electrones sino unas pequeñísimas, muy por debajo de nuestra actual, y previsible, capacidad de resolución, bandas de energía que pueden vibrar con distintas frecuencias produciendo, en función de ellas, una u otra de las partículas elementales. Estas bandas de energía vibrante, por el momento una creación intelectual pura, se mueven en un espacio que ya no es el espacio tetradimendional de Einstein sino uno de once dimensiones, lo que requiere un aparato matemático en parte aún por desarrollar y hará imposible, por mucho tiempo, una verificación o refutación experimental de su existencia. Salvando todas las distancias que haya que salvar, la teoría de las cuerdas recuerda un poco a  los epiciclos que los astrónomos ptolomeicos, valga la expresión, hubieron de introducir en su modelo de la esfera celeste para intentar conciliar la supuesta geocentricidad del sistema solar con el movimiento observado de los planetas.

Los físicos que soportan esa teoría, Edward Witten del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton es el más destacado de todos ellos, creen que puede, que podrá, explicar tanto el movimiento de las estrellas, actualmente cubierto por la teoría de la relatividad como los fenómenos que ocurren a escala subatómica explicados, en buena parte, por la mecánica cuántica. Es posible que sea así pero desde luego se trata de explicaciones que siguen requiriendo bastante fe y una capacidad de abstracción que no está al alcance de la gente normal, de la misma forma que la demostración del teorema de Fermat debida a Wiles, lejos de la brillantez que Fermat parecía anunciar en sus notas marginales, es un trabajo extraordinariamente denso y pesado accesible a muy pocos -incluso entre los 200 matemáticos que asistieron a la presentación, sólo una muy cualificada minoría sobrevivió, intelectualmente hablando, a la primera pizarra- y basado en un aparato matemático y en resultados previos, como la conjetura de Taniyama,  que en la época de Fermat eran completamente desconocidos.

La búsqueda de una teoría unificada tiene que ver, desde luego, con los primeros intentos de buscar una demostración al Teorema de Fermat en el sentido de que de lo que se trataba, en primer lugar es de buscar una explicación sencilla y comprensible, una ley del tipo cuadrado inverso que se aplica a la interacción entre cargas electricas y que también parece servir  para explicar que la Luna siga dando vueltas en torno a la Tierra en lugar de, como vulgarmente se dice, salirse por la tangente. Pero la gravedad y la fuerza electromagnética no son las únicas fuerzas que actúan en la naturaleza, ni siquiera son, desde el punto de vista de la magnitud, las más importantes. Las otras dos fuerzas conocidas hasta ahora son la fuerza nuclear fuerte, que mantiene cohesionados los núcleos atómicos  y es el origen de la  energía liberada en las explosiones nucleares, y la fuerza nuclear débil responsable de la descomposición de los núcleos radiactivos.

 Puede que, en el muy improbable caso de que alguien lea esto, se pregunte que qué falta hace una teoría unificada si la mecánica cuántica y la relatividad general proporcionan, cada una en su ámbito, una explicación satisfactoria de los fenómenos observables. Esto es bastante cierto si nos circunscribimos, efectivamente, a esos fenómenos pero no está en la naturaleza humana contentarse con explicaciones parciales mientras crea que existen explicaciones más generales. Si miramos en una noche clara al cielo es casi inevitable que nos preguntemos por su evolución, por las razones por las que ha llegado a ser como es y, llevando las cosas al extremo, por las razones por las que nos podemos preguntar cosas como esa. Tampoco está en la naturaleza humana dejar las cosas sin respuesta por mucho tiempo así que el origen del universo nunca ha carecido de una explicación, que hasta no hace mucho han tenido más que ver con la religión que con la ciencia pero que, en todos los casos, han proporcionado un modelo relativamente satisfactorio para intentar explicar lo inexplicado.

En una leyenda nórdica compilada en el siglo XIX en Islandia se decía que al principio no había más que dos regiones de hielo y fuego al norte y al sur respectivamente, que el fuego fundió parte del hielo y que de las gotas de hielo surgió un gigante que se alimentaba gracias a una vaca que hubo que hacer aparecer para evitar que el gigante muriera de hambre. Para alimentar a la vaca hubo que introducir también un poco de hierba … A medida que se van haciendo preguntas hay que ir complicando las condiciones iniciales hasta que el escenario es completamente inmanejable. La mayor parte de las culturas han construido, con más o menos imaginación, su propia explicación del origen del universo que durante algún tiempo ha constituido el modelo corriente. La tradición judeo cristiana atribuye la creación a la voluntad de una entidad superior y la secuencia de acontecimientos descrita por el génesis es, según Pio XII, compatible con la más extendida y aceptada de las teorías actuales, que ha recibido el nombre que inicialmente le dieron sus detractores, Big Bang o gran explosión.

 Una vez abandonado el modelo de Ptolomeo y constatado que el hombre,  el planeta que habitaba e incluso la estrella en torno a la cual giraba ese planeta, estaban muy lejos de ser el centro del Universo, la teoría científica dominante pasó a ser la que sostenía que el universo era algo que había estado ahí siempre y que ahí iba a seguir y por lo tanto resultaba innecesario preguntarse por su origen o deprimirse pensando en su final. Los trabajos del sacerdote y científico belga Lamaitre, basados en las ecuaciones de la relatividad de Einstein, presentan el universo como asimilable a un fluido en expansión y las observaciones del astrónomo norteamericano Edwin Hubble confirman el alejamiento de las galaxias a velocidades que se incrementan con la distancia. Esta constatación, la de que las galaxias se alejan, está basada en el efecto doppler aplicado a la luz que llega de las galaxias. Este efecto está basado en el mismo principio que aplicaría la familia de un viajero del siglo XIX, antes del correo electrónico, que se compromete a escribir a su familia una vez a la semana. Mientras el viajero permanece en la misma ciudad las cartas llegan a su familia precisamente con la frecuencia de una semana pero si el viajero se está alejando las cartas han de recorrer cada vez más camino y la familia recibe las cartas separadas por intervalos cada vez más largos. Si las galaxias se alejan unas de otras parece razonable concluir que han estado más cerca en el pasado, hasta llegar, si se retrocede lo suficiente, a estar arbitrariamente cerca. Gamow, uno de los científicos del proyecto Manhattan, que como se sabe terminó con el lanzamiento de dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, basándose en la aparición de nuevos elementos, detectables muchos años después en el desierto de Nuevo Méjico, escenario de la primera explosión nuclear experimental, concluyó que todo pudo haber empezado con una explosión, la gran explosión o Big Bang, en el momento en que la materia del universo estuviera concentrada en un punto.

domingo, 8 de junio de 2014

Diálogos para besugos II


- Buenos días. ¿Es aquí donde se vota al PP?
- No, señor.
- ¿Y al PSOE?
- ¿Va a votar al PSOE?
- Desde luego que no. ¿Por quién me ha tomado?
- Pues para votar al PP tiene que ir a aquella mesa de allí.
- ¿Al PP? Ni loco.
- Pero ¿No ha preguntado si aquí se votaba al PP o al PSOE?
- Si. Quería comprobar si aún había alguien que les votaba.
- Eso a usted no le importa. Si no va a votar, aquí no se le ha perdido nada. Váyase.
- No tengo que decirle a usted si voy a votar o no. Quizá vote. ¿A quién se puede votar en esta mesa?
- A nadie. En esta mesa no se vota.
- Pues  yo quiero votar. Quizá vote a nadie.
- Pues eso ya está hecho. Puede irse.
- ¿Eso es todo? ¿No tengo que poner mi voto en la urna?
- ¿Para qué?
- ¿Cómo que para qué? Tengo derecho a votar a nadie si quiero. Y quiero que se cuente mi voto cuando se abra la urna.
- Si es por eso no se preocupe. No vamos a abrir esta urna.
- ¿No? ¿Y por qué la han puesto ahí?
- Bueno, la urna está puesta, pero ya ve que no tiene ranura para introducir las papeletas. Además tampoco hay papeletas.
- Yo traigo mi papeleta de casa. Y quiero echarla en la urna. Haga el favor de abrirla.
- ¿Abrir la urna antes de que finalice la votación? ¿Está usted loco? Eso es imposible. Es un delito.
- Bueno, pues esperaré a que finalice la votación y entonces le daré mi voto.
- De ninguna manera. Una vez finalizada la votación, nadie puede votar.
- Entonces todo está en orden. Yo soy nadie.
- ¿Nadie? ¿Y va a votarse a usted mismo? ¿No le da vergüenza?
- Quizá me vote. Y puede que no. No tengo por qué darle explicaciones a usted. Ni a nadie.