viernes, 6 de diciembre de 2013

En defensa del analfabetismo

Julio Camba.
Nueva York, 17 de junio de 1931.
Mucho me temo que mi querido amigo Marcelino Domingo, ministro de Instrucción de la joven República española, inicie en serio una campaña contra el analfabetismo. El analfabetismo, como causa de atraso y de barbarie, es una superstición de nuestras izquierdas. “Hay que leer”, se dice; pero “¿Qué es lo que hay que leer?”, preguntaría yo. Para mí, este punto es de una importancia capital y, mientras alguien no me lo aclare de un modo satisfactorio, votaré por el analfabetismo. Yo creo, en efecto, que si España quiere conservar la originalidad de su carácter y de su inteligencia tiene que poner a salvo de las pamplinas periodísticas y los lugares comunes literarios un 50 por 100, cuando menos, de su población. Muy bien que en los Estados Unidos, el país de los trajes hechos y las sopas hechas, la gente utilice también pensamientos de fábrica. En este país el desarrollo de la instrucción primaria está justificado por la necesidad de destruir el pensamiento individual, pero España es el país más individualista del mundo, y no se puede ir así como así contra el genio de una raza. Ahí cada cual quiere pensar por su cuenta, y hace bien. Un pensamiento propio, por modesto que sea, vale más para uno que todo Pascal o La Rochefoucauld.
No hay que homologar analfabetismo con estupidez. Al contrario. Sin hablar de Homero, que era un analfabeto, no de las sagas norsas, que fueron hechas por analfabetos, ¿en dónde hay una literatura comparable a la de nuestro refranero y nuestra poesía popular? La cultura no aminora la estupidez de nadie. Puede aminorar el entendimiento, eso sí, pero nunca la estupidez, para la que constituye, en cambio, un instrumento precioso. Por mi parte opino que en España solo los analfabetos conservan íntegra la inteligencia, y si algunas conversaciones españolas me han producido un verdadero placer intelectual, no han sido tanto las del Ateneo o la Revista de Occidente como las de esos marineros y labradores que, no sabiendo leer ni escribir, enjuician todos los asuntos de un modo personal y directo, sin lugares comunes ni ideas de segunda mano.
Convendría dejar ya de considerar el analfabetismo español como una cantidad negativa y empezar a estimarlo en su aspecto positivo de afirmación individual contra la estandarización del pensamiento. Pizarro firmó con una cruz el acta notarial en el que se comprometía a descubrir un imperio llamado Birú o Pirú que quizá estuviese bastante al sur del Darién, y que terminó la conquista con otra cruz: una cruz que trazó con su propia sangre sobre las baldosas de su palacio de Lima, al caer en él acribillado a estocadas. Y no es que Pizarro haya descubierto el Perú a pesar de ser un analfabeto. Es que, probablemente, solo muy lejos de la letra de molde se pueden forjar caracteres de tanto temple.
Claro que ningún país puede mantenerse en pleno analfabetismo. Alguien tiene que saber de letras y de números, como alguien tiene que saber de leyes, alguien de Ingeniería, alguien de Medicina, etc., pero mi ideal con respecto a España es este: mientras no se descubra un procedimiento para que sean los analfabetos quieren escriban, que el arte de leer se convierta en una profesión y que solo puedan ejercerlo algunos hombres debidamente autorizados al efecto por el Estado.